Camino a ninguna parte


No puedo dormir. La desesperanza hace tiempo que se ha instalado entre estas cuatro paredes y nos aprisiona, nos asfixia como si no dejara entrar ni una brizna de aire, de alegría, de tranquilidad. Mi madre llora cada noche, en realidad también cada día, aunque intenta disimularlo. Yo le digo a mis hermanos pequeños que es de alegría, porque hemos superado un día más, porque los ve crecer y su corazón se emociona de lo guapos y listos que son. Sonríen. Pobres, se lo creen todo. También les cuento que tienen que estar atentos para ver los fuegos artificiales y correr a casa a avisarnos. Que corran rápido y me busquen para que yo también pueda verlos. Son tan bonitos les digo, que hay veces que puede verse encendido el cielo entero y por eso nadie debe perdérselo. Afortunadamente, llevan una semana que solo los escuchamos a la distancia. Como si se hubieran concentrado en un punto lejano de la ciudad. Quizás ya me haya acostumbrado. Recuerdo la primera vez que sentimos el primero, nadie sabía lo que estaba pasando. Jugaba con mis hermanos en la calle de atrás y, por un momento, dejé de prestarles atención. Todo mi cuerpo se quedó paralizado y no podía pensar. Él se acercó y me miró fijamente a la cara. Me preguntó si estaba bien y me tocó el hombro. Desde entonces nos convertimos en amigos y, sobre todo por las noches, no consigo quitarme de la cabeza la imagen de mi amigo Antonio. Amigo, quién lo hubiera dicho. Hace unos meses, cuando aún había escuela, coincidíamos en el camino y ni nos mirábamos. Incluso había veces que él, con el resto de sus amigos, nos tiraban de la falda y hasta en alguna ocasión se había atrevido con mis coletas. Ahora me río de esas tonterías de chiquillos. Recuerdo cuando oí a su madre entre lágrimas contarle a la mía que lo habían alistado, que lucharía en el frente. Se habían presentado en su casa por la noche y se lo habían llevado. Un pellizco se me coge en el corazón, tengo la certeza que no volveré a verle. Era el único con el que podía hablar de la verdad de lo que nos está pasando, sin tapujos. Nuestras charlas hacían que el miedo fuera menos miedo al poder compartirlo con él. La última vez que nos vimos me dio un tímido beso en la mejilla. Lloraba por la marcha de mi padre. El suyo había corrido la misma suerte un día antes. Futuro… un estruendo hace retumbar la casa y mis hermanos, aún dormidos, se aferran con más fuerza a mí. Un llanto lejano rompe la noche y el movimiento acelerado de mi madre me pone en alerta. Noto su mano en mi pierna y abro los ojos. Me dice que coja lo que pueda que nos vamos. Yo pienso que todo lo que tengo está entre mis brazos. Pienso en Antonio, este camino no lo podré hacer con él. Despierto a los pequeños y hacemos un hatillo con la muda de los domingos. Salimos al frío de la noche. Nos vamos de excursión, les digo para calmarlos. Ellos, aferrados a mis manos, me piden silenciosamente que no les suelte. Vamos, les insto a moverse, tenemos que ver salir el sol. Es un juego. Ninguno miramos atrás, para qué. Todo lo que nos queda lo llevamos y sé que no volveremos. Es irónico, mi padre luchando por nosotros y este hogar, mientras salimos huyendo de él. Intento que no me tiemblen las manos, debo ser fuerte por y para ellos. Les hablo y les cuento que andar por el campo sienta muy bien. Ana, la pequeña, tose y la cojo en brazos. Es tan poquita cosa… Los alimentos empezaron a escasear hace tiempo y no recuerdo la última vez que comí algo caliente. El vaho sale de nuestras bocas. Es una noche fría de febrero y nuestros precarios abrigos no consiguen calentar nuestros cuerpos ni nuestros corazones. Seguimos a mi madre que se une ahora a una fila de mujeres y niños. Creo que somos los últimos que quedamos con las suficientes fuerzas y ganas de no rendirnos, de caminar con una pequeña esperanza de salvación. Aunque en el fondo sabemos y sé que es un camino a ninguna parte.

 
 
 
 
 
 
 
 
Historia presentada al Concurso de #UnahistoriadeEspaña de zendalibros en colaboración con Iberdrola

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