Ella es mi pequeña mariposa
La veo escribir cada mañana
mientras bebe a sorbitos una taza de té. No siempre pide el mismo, pero sí con
azúcar de caña, que remueve distraídamente. Tiene su rutina que, sin quererlo,
se ha convertido también en la mía. Nada más entrar, se acerca a la vitrina con
las tartas recién colocadas y tarda unos cinco o seis minutos en decidirse por
una. Casualmente siempre es la misma, ganache de chocolate con virutas de
chocolate blanco. Le encanta. Ella no lo sabe, pero en cuanto sale por la
puerta se la guardo para el próximo día, no vaya a ser que me quede sin
existencias. Cuando se la sirvo en su mesa de siempre, la más alejada del
mostrador y que me permite observarla con cierta distancia, mueve levemente la
cabeza en señal de gratitud. No levanta la mirada, perdida como siempre en su
cuaderno de notas. De vuelta, intento leer algo sobre su hombro, pero no lo
consigo. Su pequeña letra de médico me hace desistir y me deja como siempre, con
la intriga sobre los versos que escribirá. Porque seguro que es poeta. Tiene
esa mirada melancólica, distraída, observadora de todo pero a la vez de nada,
que tienen los que hacen versos de la vida. Quizás me equivoque y lo suyo sea
inventar historias a partir de mundos en los que algunas veces parece que se
encuentre. Quizás sea más de relatar lo cotidiano y sus letras sean como su
diario de la vida. No sé, quizás no sea nada de eso y solo garabatee sin orden
ni concierto. Aunque no, me da más que es poeta. Acaba de sonreír y se le ha iluminado
el rostro y de paso mi cafetería. Porque así es ella, su sonrisa hace que todo
a su alrededor brille como por arte de magia.
Quince cafés después ella sigue escribiendo
y, aunque no queda rastro de su tarta, el té lo tiene solo a medias. Como
siempre, se lo toma al final y frío. Mira su reloj y vuelve a sonreír. El mío
en ese momento se detiene, siempre pasa igual. Acción – reacción, eso dicen.
Como el aleteo de una pequeña mariposa que bate sus alas en algún lugar del
mundo.
Me quedan exactamente diez minutos
para que mi día vuelva a ser un día cualquiera. Un día gris. Un día sin más
pasión que la de servir cafés y tartas. Como si no tuviera nada más que hacer
en la vida. Me gustaría poder decirle algo, sueño con esa idea. Quizás, con la
excusa de llevarle otra porción de su tarta, pueda entablar conversación y
prolongar así su visita diaria. Sí, esa es la mejor opción… Las palabras se han
quedado atascadas en mi garganta. Casi tiro el café que tenía entre las manos.
Un hombre con una rosa escondida a su espalda se ha acercado a su mesa, a ella.
La respiración se me corta durante unos segundos, segundos que me han parecido
una eternidad. Hasta que por fin puedo respirar aliviado, el romeo ha cambiado
de rumbo y se ha sentado en otra mesa, con otra chica, la del café solo y sin
azúcar de la mesa tres. Respiro con fuerza. Me sudan las manos. Las piernas me
fallan y siento un leve mareo. Me froto suavemente el pecho para ahuyentar la
quemazón provocada por la visión de ella con otro hombre.
Una vez recompuesto y con paso
firme, me acerco a su mesa. Me animo mentalmente, venga que yo puedo. Y me lo
repito una y otra vez, en un intento desesperado de armarme de valor. Valor que
no llega porque, como siempre, ella se levanta mientras mueve su cabeza a modo
de despedida y se marcha sin mirar atrás. De nuevo me quedo allí parado, sin
saber qué hacer. La soledad cae sobre mí como un jarro de agua fría y el vacío
de su marcha se abre paso en mi corazón. Maldigo por lo bajo. He estado tan
cerca… La tenía a solo una pregunta de si quería algo más. De si quería leerme
algo de lo que escribe cada día. De si se había fijado en mí, como yo de ella.
De rogarle que no deje de venir cada mañana. De pedirle que por favor siga
siendo el motor de mi vida.
Historia presentada al Concurso de Zenda Libros y patrocinado por Iberdrola de Historias de hombres (y algunas mujeres)
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