De comer lentejas

Carmen, como cada mañana, se levanta la primera. Baja las escaleras entre bostezos, pone la leche a calentar y va preparando la mesa. Cuando está todo preparado, vuelve al dormitorio para despertar a Paco, su marido. Le susurra que se dé prisa, no tiene mucho tiempo antes de entrar a trabajar. Después, se acerca a la habitación de las niñas y las despierta dulcemente. No las deja remolonear, haciendo que se levanten y se vistan con el uniforme. Una vez en el baño, les pide que se laven la cara y se echen colonia, mientras ella les aprieta las coletas entre las quejas de una y otra. Sonríe a su reflejo en el espejo. Paco, tras desayunar, besa en la frente a sus hijas y a Carmen, que le desea una feliz jornada. -Nos vemos a la noche.- le contesta él. Es uno de esos días en los que no tiene tiempo de ir a almorzar. -Chicas, vamos.- las apremia Carmen mientras va introduciendo los bocadillos del desayuno en sus mochilas. Tras comprobar que ha cerrado bien la puerta de su hogar las acompaña a la parada del autobús, donde se despide de ellas también con un beso en la frente. Las niñas suben y le dicen adiós agitando sus manitas tras el cristal. Carmen regresa a casa, donde la esperan un sinfín de tareas que realizará con todo su amor y cariño. Enciende la radio para que le haga compañía. Consigue prestar atención mientras remueve un guiso en el fuego. “No, ser ama de casa no es un trabajo. Las mujeres deben estar agradecidas de que su buen marido lleve el dinero a casa y…”.- resopla apagándola. No puedo creerse que aún se siga pensando así. Bufa mirando el reloj. Es la hora de recoger a sus chicas. Sonríe mientras se quita el delantal y se dirige a la puerta. Está bien, no es un trabajo remunerado, eso ya lo sé aunque no lo entienda, piensa por el camino. Le viene a la memoria cuando, siendo niña, su madre tuvo que ponerse a trabajar limpiando en un bar, su padre había fallecido y no tenía más remedio que sacar a su familia adelante. Estaba acostumbrada a trabajar duro, aunque no llevaba bien el dejarlas tanto tiempo solas. Ni una queja escuchó de ella. La tomó como ejemplo y lo puso en práctica cuando llegó su turno. Tenía que dejar la escuela para hacerse cargo de su hermana pequeña. No pudo terminar los estudios, con lo que a ella le gustaba. Eran otros tiempos, unos tiempos difíciles para casi todos. Cada uno hacía lo que podía, al menos en el barrio obrero donde vivían. Allí no estaban acostumbrados al lujo ni a las comodidades. Ella se juró que cuando formara una familia nada les faltaría y que les daría unos estudios, tendrían las oportunidades que ella no había tenido. Agradecida por lo que había conseguido con su esfuerzo y el de su Paco, saludó a la señorita del autobús que ayudaba en ese momento a bajar a sus hijas. Su corazón se saltó un latido al ver sus caritas de felicidad. En breve le contarían todo lo que habían aprendido y lo bien que se lo habían pasado en el colegio. Miró las manos de sus hijas que aferraban las suyas, esas manitas cambiarían el mundo. Lo tuvo claro nada más verlas y cogerlas en sus brazos. Si ahora el mundo era un lugar mejor solo por estar ellas, cuando crecieran serían lo que ellas eligieran y nadie se atrevería a decirles lo contrario. Las cuidaría y les daría todo lo que pudieran necesitar y no, para ella no era un trabajo, era su vida. Y con esa convicción les sonrió y le contó lo que había preparado para comer.







Participación en el concurso #HistoriasDePioneras de Zenda patrocinado por Iberdrola

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